«Hay, sin duda, un José Guerrero esencial. Era evidente para quien lo conocía en persona, y no podía ni puede no estar en su obra, no ser su obra. Saltaba a la vista de quien lo conocía en el momento de su casi definitiva plenitud, la década de 1980 en España, teniendo alguna idea de su biografía y una visión general de su pintura, esa pintura suya que resultaba tan resplandecientemente actual como claramente originada en la eclosión del expresionismo abstracto, en el Nueva York de los años cincuenta, un Nueva York que era ya mito artístico (?) A quien lo conocía en ese momento le sorprendía lo español que era, y, si se trataba de persona versada en granadinismo, que habría dicho su amigo Francisco García Lorca, lo granadino que era, lo que hacía ver automáticamente que era muy él, el que había sido siempre». Eduardo Quesada Dorador, uno de los mejores conocedores de la obra y la vida de José Guerrero, brinda en esta monografía una aproximación a su esencia última, cuyo origen, como no podía ser de otro modo, hay que ir a buscarlo a las fuentes en las que bebió su imaginario, es decir, a su infancia, es